Memoria de un crimen de Estado

En octubre de 1932, Joaquín Maurín –líder del Bloc Obrer i Camperol y luego fundador del POUM– celebraba «el aniversario del asesinato en los fosos de Montjuïc del que fue gran anarquista y revolucionario Francisco Ferrer», cuya ejecución «fue, naturalmente, obra de toda la burguesía española». Años después, el historiador Jesús Pabón –biógrafo de CambóSEnD escribió sobre Ferrer: «Medio Landrú, a medias inteligente e ilustrado; educador a medias y a medias hombre de acción; a medias trabajador material, maestro sin título y burgués adinerado; solo poseía por entero el fanatismo y la astucia».
Si, muchos años después de su muerte, Ferrer provocaba juicios tan encontrados, es fácil imaginar lo que fue durante el verano y el otoño de 1909, después de la Semana Trágica, cuando se le imputó –sin ninguna prueba y contra toda lógica– la responsabilidad por el levantamiento popular barcelonés. Se necesitaba una cabeza de turco para hacer un escarmiento y se encontró en la persona de Ferrer, cuyo nombre ya se había barajado con motivo del atentado sufrido en París por Alfonso XIII y a propósito de la bomba lanzada por Mateo Morral en la calle Mayor de Madrid el día de la boda de los Reyes. No hacía falta más en aquella España donde –en palabras de Antonio Machado– había «elementos capaces de fusilar, no ya a Francisco Ferrer –que de esto nadie duda–, sino al propio Francisco de Asís que volviera al mundo».
No es de extrañar que, con estos antecedentes, el general Miguel Cabanellas dijese –al inicio de la guerra civil– que «en este país, alguien tiene que dejar de fusilar alguna vez». Pues bien, ya hemos dejado de fusilar, aunque existen todavía algunos descerebrados que asesinan. Ahora solo nos queda, como país, otra gran asignatura pendiente: acostumbrarnos a cumplir las leyes. A cumplirlas todos, es decir, tanto los que las hacen y han de aplicarlas, como los ciudadanos del común. Especialmente los primeros, que tienen menos práctica y a veces creen que gozan de bula: unos porque llevan siglos sin cumplirlas y otros porque se creen ungidos por una especial vocación redentora. Todo se andará.

Juan-José López Burniol
El Periódico 11/10/2009 LA RUEDA

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